EL ESPACIO FÍLMICO SEGÚN FARBER1

Patrice Rollet

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ROLLET, PATRICE, "El espacio fílmico según Farber" en: Cinema Comparat/ive Cinema, n. 4, 2014, p. 69-73

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Earth, Fire, Air, Water (Manny Farber, 1984)

Earth, Fire, Air, Water (Manny Farber, 1984)

Manny Farber reivindica una escritura propiamente «topográfica», pese a que, según él, este término acarree en exceso la marca de la unidad de un espacio fílmico que los collages del Godard de los años 60 han vuelto definitivamente problemática. Articula sus nuevas figuraciones incluso en los propios títulos(Birthplace: Douglas, Ariz, 1979, Taking Off Grom A Road Picture, 1980; Across the Tracks, 1982, Earth, Fire, Air, Water, 1984, Change of Direction, 1985), así como en la forma en que, desde siempre, ha practicado la crítica. Su lengua da fe de una atención al mismo tiempo estratigráfica y atmosférica hacia los paisajes naturales y urbanos que enmarcaron su vida, desde la tan particular inclinación de las mesas geográficas de San Diego hasta la penumbra de Lyric, el cine frente al que vivía en Douglas, sin olvidar las oscuras masas de gente de aquellos a los que se dirigía, siendo adolescente, para ver las películas de acción de Hawks o Wellman […] sino, sobre todo, las películas abordadas como paisajes cuya superficie hay que peinar, literalmente y en todos los sentidos, para poder descubrir en ellas puntos de vista inéditos, incluso fugitivos, incluso improbables, incluso erráticos, que abrirán sobre ellas nuevas perspectivas críticas. No se trata tanto de volver visibles los detalles insospechados de un espacio cinematográfico todavía difuso, sino de desvelar los puntos de ruptura o las líneas de fractura que agitan de forma subterránea las placas tectónicas del paisaje falsamente sosegado de California y de las películas que allí produce Hollywood. Y la topografía cambiante de los artículos de Farber se revela, en último término, como el paisaje último que debe resumir en sí mismo todos los demás, a través de una escenografía que cambia en cada ocasión, en la que, tensando la cuerda, la estructura arquitectural más material (el pequeño bloque tipográfico que constituían, por ejemplo, las 800 palabras de su columna y media en el espacio de la página de The New Republic, al inicio de su carrera) entra en combate con la dramaturgia crítica. 

Entonces, el cine: ¿arte del espacio? Sí, pero, sin duda, más exactamente en el sentido en el que lo entendía Éric Rohmer en uno de sus primeros textos en La Revue du cinéma, en el que ya correspondía a la totalidad del espacio filmado, más que al interior de cada plano, responder a una cierta concepción de la espacialidad cinematográfica (estrechez de la superficie de visibilidad y extensión del lugar de la acción). Farber se va amablemente por la tangente en un cuadro circular de 1982, Rohmer’s Knee, en la figura de dos reglas de metal gris que dinamizan los railes centrales, al mismo tiempo que desplaza hasta el perímetro algunos corpúsculos de ficción extirpados de la obra del cineasta (rodilla de Clara, o rostro de Chloé en El amor después del mediodía [L’Amour l’après-midi, Eric Rohmer, 1972]).

 

Rohmer's Knee (Manny Farber, 1982)

Rohmer's Knee (Manny Farber, 1982)

De hecho, sería instructivo comparar término por término, y hasta en su dimensión paródicamente pedagógica, o su lógica común de envoltura retroactiva, los tres espacios que más tarde distinguiría Rohmer para dar cuenta de la organización formal del Fausto (Faust, 1926), de F.W. Murnau: 

 

  1. «El espacio pictórico» (la imagen cinematográfica proyectada en la pantalla como representación de tal o cual parte del mundo exterior). 
  2. «El espacio arquitectónico» (esas partes mismas del mundo natural o artificial respecto a las cuales se mide el cineasta durante el rodaje). 
  3. «El espacio fílmico» propiamente dicho (no tanto el espacio filmado como un espacio virtual sugerido al espectador con la ayuda de los dos elementos precedentes). 

 

con los tres espacios ideados por Farber en la introducción de su libro, con la preocupación, particularmente preciosa en tanto que excepcional en él, por una clarificación casi conceptual de su pensamiento: 

 

  1. «El campo de la pantalla» (que se corresponde aproximadamente con el espacio pictórico de Rohmer). 

 

El joven Lincoln (Young Mr. Lincoln, John Ford, 1939)

El joven Lincoln (Young Mr. Lincoln, John Ford, 1939)
  1. «El espacio psicológico del actor» (que Rohmer no menciona en la apertura de su tesis, pero al que regresa más adelante, y que, para Farber, no pertenece únicamente al orden psíquico o imaginario, puesto que la interpretación del actor puede progresivamente escarbar o llenar, vaciar o saturar, precisar o, al contrario, indeterminar, muy directamente, muy concretamente, muy físicamente, el espacio fílmico que él hace existir o desaparecer en los mismos términos en que lo hacen el encuadre, la luz o el montaje: son Rita Tuwhingham, Jeanne Moreau y, sobre todo, Giulietta Masina, «tres mujeres minúsculas inflando sus proporciones naturales hasta el gigantismo a base de grandes gestos y decorados suntuosos» (FARBER, 2009: 559), puestas al lado de Ida Lupino que «mantiene su sitio y que, refractándose en sí misma, le roba escenas a un Bogart en la cumbre de su forma» (FARBER, 2009: 691)  en El último refugio (High Sierra, Raoul Walsh, 1941), de Liv Ullmann, «una de las escasas Elegantes pasivas capaces de dejar la pantalla a otro actor y seguir marcando puntos» (FARBER, 2009: 610), en La hora del lobo (Vargtimmen, Ingmar Bergman, 1968), o de Lynn Carlin, cuyo «papel parece dilatarse al infinito en el momento en el que su marido vuelve a casa tras haber pasado un cierto tiempo con una puta hastiada» (FARBER, 2009: 637)  en Faces (John Cassavetes, 1968); nadie ha sabido dar cuenta como Farber de este espacio de interpretación, con todos los matices que autoriza la acidez de un aguafuerte: en el apogeo de su historia, el actor americano, pero no sólo él, da prueba de momentos de gracia y de una coherencia absoluta en su interpretación, sin dejar de mantenerse, también en esos momentos, en la periferia de su papel y como adyacente a sí mismo, no como Marlon Brando o Paul Newman, mirándose a sí mismos actuar con complacencia, sino como Burt Lancaster, pareciendo «desaparecer de su propia concentración» (FARBER, 2009: 588), Sean Connery, «deslizándose en una escena e inyectando disimuladamente una sutil cualidad dramática en un contexto de dureza viril» (FARBER, 2009: 560), o Henry Fonda, dando la sensación de «caminar hacia atrás e inclinarse para escapar de la atención del público» (FARBER, 2009: 577); los papeles protagonistas tienen pues la clase y la elegancia suprema características, para mí, de un Gary Cooper, y que recordará más tarde un Harrison Ford, de tener siempre la apariencia de disculparse por estar en el plano, mientras que los papeles secundarios, como Leonid Kinsky en Casablanca (Michael Curtiz, 1942), o Eugene Pallette y Eric Blore en una película de Preston Sturges, movilizan una «energía atronadora que surge tras la interpretación estática y amanerada de cualquier Gran Estrella» (FARBER, 2009: 559); en su declive y en «el gran chic de la actuación forzada» (FARBER, 2009: 588), el actor ya sólo presenta un muestrario intermitente de lo que sabe hacer […] ya no puede permitirse el mayor desvío respecto a una película que se cree, a partir de ese momento, en igualdad con un cuadro o una sinfonía totalmente controlados por su autor. 

 

El último refugio (High Sierra, Raoul Walsh, 1941)

Faces (John Cassavetes, 1968)

Arriba: El último refugio (High Sierra, Raoul Walsh, 1941)
Abajo: Faces (John Cassavetes, 1968)
  1. «La región de la experiencia y de la geografía cubierta por la película» (que, como el espacio fílmico de Rohmer, engloba los otros dos, pero implicando no tanto la virtualidad apaciguada de un espacio idealmente reconstituido en la mente del espectador, como la negatividad, justamente más incómoda, y ahí está toda la diferencia, de un espacio sin bordes2, como esas imágenes que se expanden sobre una página sin que ningún margen las delimite, haciendo oficio de pedal de reverberación, o de caja de resonancia de la película más allá de sí misma, y conecta gradualmente los territorios aparentemente más distantes de una experiencia vivida en un estado de percepción bien visto por Rohmer, entre percepción y consciencia, pero, en el caso de Farber, en una zona todavía más difícil de situar del inconsciente cinematográfico, que no le pertenece al espectador más que al realizador, y conduce, en su cruce de caminos, tanto a los recónditos interiores del espacio literalmente irresoluble del cine estructural, como a la gran carretera, siempre abierta al exterior, de las road movies americanas de los años 70. 

 

Este trabajo sobre el negativo, que en ningún caso hay que reducir a una figura filosófica (aunque la termita tenga ciertas reminiscencias del viejo topo de algunos), nos recuerda sin embargo que, a ojos de Farber, aunque sienta repugnancia por el desarrollo de una teoría general, el espacio fílmico tiene también una historia, en la que la riqueza orgánica de las obras de Hawks, Walsh, o Wellman cedió irrevocablemente su sitio a las excavaciones más singulares de las de Antonioni, Pasolini o Godard, por citar sólo dos momentos decisivos de una aventura más compleja en la que se sucedieron escenografías diferentes, sin exclusividad ni existencia a largo término, en algunas ocasiones. 

 

Ojo por ojo (Big Business, James Horne y Leo McCarey, 1929)

Ojo por ojo (Big Business, James Horne y Leo McCarey, 1929)

La gran época del burlesco podría encarnar el parangón de un espacio primero, por no decir primitivo, que oscilaría –ocupando Keaton la posición media de un control a distancia, y como desvinculada, del encuadre que rodea su propia persona– entre las dos posiciones antitéticas de un Chaplin que adapta el encuadre a sí mismo y comanda el espacio que le rodea desde el interior del plano (incluso cuando todo se mueve a su alrededor y él está atrapado, pese a la resistencia de su cuerpo, en el movimiento aparentemente irreversible de la cadena de montaje de Tiempos modernos [Modern Times, 1936]) y de Laurel y Hardy en sus cortometrajes, en los que aceptan, por su parte, perderse realmente en el encuadre, esforzándose, además, a través de la fuerza centrífuga de sus gestos y sus acciones, que llega a la locura, por saquear y dispersar el mínimo decorado, hasta disolver completamente, en sentido literal como figurado, el espacio que les rodea (sea cual sea, all-over, pero también político y social, con sus nimias ansias de dinero, de confort material y de reconocimiento público, el entorno de los suburbios americanos es sometido ya de entrada al enfrentamiento permanente con la policía, al gasto sin reservas, al regreso a lo informe en unos terrenos más que desolados: por ejemplo, el destructor Ojo por ojo [Big Business, 1929], de James Horne y Leo McCarey, que presenta –con la ocasión de la venta a domicilio, tan irrisoria como incongruente, en el domicilio de Jimmy Finlayson, donde llegan Laurel y Hardy a venderle un árbol de navidad en pleno verano, tras responder con un minúsculo navajazo en el marco de la puerta al desafortunado choque que había seccionado una parte de su conífera– una escalada progresiva pero irreversible y una llegada a los extremos puntuada por slow burnings y respuestas calculadas que conducen al paroxismo final de la película, cataclísmico hasta el punto de transformar en cráteres lunares el mirador de uno, el coche de los otros y todo el espacio intermediario de la calle y del jardín que les separaban apenas unos segundos antes). 

 

Tierras lejanas (The Far Country, Anthony Mann, 1954)

Tierras lejanas (The Far Country, Anthony Mann, 1954)

Cambiemos ahora de periodo. Si Manny Farber y Patricia Patterson, con el riesgo de perturbar las conveniencias –¿pero acaso se equivocan realmente?–, prefieren Tierras lejanas (The Far Country, Anthony Mann, 1954) a Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), es, más que nada, y a pesar de ciertas contracciones, por no decir contradicciones, internas del espacio que implica (en particular, el sentimiento de claustrofobia, antitético de la idea de «tierras lejanas» del guión de Borden Chase, suscitado por la puesta en escena de un exiguo porche, demasiado estrecho como para ser contiguo a ningún salón, o de una cabina de barco demasiado pequeña como para poder esconderse en ella), en razón de la capacidad que tiene el western de Mann, por el solo descentramiento de sus personajes en general y de James Stewart en particular, de hacer existir el paisaje más allá del encuadre, en el que reinan, sin embargo, el artificio y la trasparencia de un decorado de estudios, allí donde la película de Ford, centrando las viñetas de sus planos en un John Wayne reducido a la figura de «sello de correos», devuelve, mediante ese gesto que roza lo manierista, la belleza natural y salvaje de las mesas de Monument Valley al rango de producto de joyería, sublime, pero un poco vano, de las acciones que allí se desarrollan. A la soledad casi pesada de Wayne, responde la misantropía más sutil de Stewart, que le rechaza hasta el borde del encuadre tanto como lo hace la sociedad, estando siempre en la periferia del uno y de la otra. Y nada desagrada más al artista, como al crítico, que esos efectos de «encuadramiento», en todos los sentidos de la palabra, que ponen límites a la expansión infinita del espacio pintado, filmado, escrito, más allá de sí mismo. 

 

El desprecio (Le Mépris, Jean-Luc Godard, 1963)

El desprecio (Le Mépris, Jean-Luc Godard, 1963)

Más que el aparente desencanto, el despojamiento, la nausea que sumerge a sus protagonistas o la ralentización de sus acciones hasta el estancamiento de un cara a cara insostenible con el espectador, lo que caracteriza la modernidad y, como escribe igualmente Farber, «el cambio de cama del río de las películas» (FARBER, 2009: 622), bajo la presión calmada e impasible de las primeras obras de Antonioni en los años 60, es justamente el abandono de esa organicidad, de esa continuidad y de esa complejidad del espacio, en beneficio de un nuevo primitivismo que se traduce en una simplificación de las formas, una confrontación de los tonos, una fragmentación de la pantalla e incluso un montaje-collage. También se trata, en términos modernistas esta vez, del ascenso de la superficie en relación a la profundidad (los fondos planos del azul del cielo en El desprecio [Le Mépris, Jean-Luc Godard, 1963]), la organización all-over de esa superficie (hasta en el tratamiento erótico de la forma de caminar y del cuerpo de Faye Dunaway en Bonnie y Clyde [Bonnie and Clyde, Arthur Penn, 1967]), el tránsito de la figuración a la abstracción de una composición estilizada (la pureza formal destilada por los rostros, los perfiles y las nucas de Persona [Ingmar Bergman, 1966]), o el vértigo de la representación que engendra la mise-en-abyme de las imágenes (la repetición y amplificación gestual y verbal de la interpretación de Dean Martin en la del marido en Como un torrente [Some Came Running, Vincente Minnelli, 1958]). Radicalizados, todos estos procedimientos culminan en las obras irreductiblemente abiertas del cine underground de Shirley Clarke, Peter Emanuel Goldman o el primer Cassavetes, con sus personajes opacos hasta la médula, la brutalidad nada edulcorada de su fotografía, y lo ilimitado del tiempo, sugerido por el flujo indefinido de un presente interminable. 

 

Persona (Ingmar Bergman, 1966)

Persona (Ingmar Bergman, 1966)

El cine de los años 70, tanto el americano como el europeo, a falta de acusar el divorcio moderno entre la superficie y la profundidad, redistribuye las cartas de ambos, según Farber, sin énfasis ni petición de principios (a diferencia de las rupturas declaradas de Ciudadano Kane [Citizen Kane, Orson Welles, 1941]– o de La aventura [L’avventura, Michelangelo Antonioni, 1960]), a través de la oposición, que terminó por imponerse, de un «espacio dispersado» (FARBER, 2009: 762), que no carece de profundidad (Malas calles [Mean Streets, Martin Scorsese, 1973], Los vividores [McCabe and Mrs. Miller, Robert Altman, 1971], Céline y Julie van en barco [Céline et Julie vont en bateau, Jacques Rivette, 1974]), y un «espacio confinado» (FARBER, 2009: 762), que sabe salir de su área (Katzelmacher [Rainer Werner Fassbinder, 1969], El imperio de los sentidos [Ai no korîda, Nagisa Oshima, 1976], Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles [Chantal Akerman, 1976]). Al mundo fluctuante, discontinuo, atomizado de uno, le corresponden la claridad geométrica, la frontalidad de filmación y la isomorfia estructural de la parte y del todo del otro, pero ambos tienen en común, además de un gusto por la trivialidad y una negación de la conclusión (el espesor y el enigma del mundo parecen encontrarse entonces en el cine termita de esa época), una forma literal de encarar las cosas, muy alejada de las alegorías dominantes en los años 60. Se reserva entonces una parte más hermosa para las elipsis, los lapsus y las transiciones al vacío (cuando no a las transiciones al acto) que no pueden colmar completamente los rituales obsesivos de Jeanne Dielman, y que liberan, por el contrario, los juegos imaginarios más felices de Céline y Julie, cuya imprecisión voluntaria es comparable a «una acuarela de Cézanne, donde más de la mitad del evento es eludida, con el fin de permitir que la energía penetre y salga entre ciertas notas vagas de paisaje» (FARBER, 2009: 763).

 

Céline y Julie van en barco (Céline et Julie vont en bateau, Jacques Rivette, 1974)

Céline y Julie van en barco (Céline et Julie vont en bateau, Jacques Rivette, 1974)

Espacio negativo, una vez más, que puede demostrarse a través de la historia de sus formas, siempre en movimiento; y no tanto en el sentido de una simple sombra amplificada de las obras, como en el de una grandeza negativa enunciable, después de todo, o el de la antimateria amplificando continuamente el universo de las películas, o, incluso en el sentido de uno de esos agujeros negros que ya no emiten luz en razón de la densidad misma de su masa, pero cuya hipótesis hay que admitir para poder dar cuenta de sus efectos, muy reales, en el campo gravitacional de los cuerpos. Es decir, que no se reduce a los lugares comunes del fuera de campo o del espacio en off de los estudios académicos, que sólo sería una modalidad de todo esto, y no la más apasionante, entre muchas posibles. Estos estudios comprometen la infinidad de las regiones de la experiencia, que jamás se puede totalizar: abiertas, más que abarcadas por las películas, más allá y más acá de sí mismas, en el seno de todos esos territorios artísticos, geográficos y políticos más vastos, a los que se adjuntan como pueden, lo más a menudo de forma subterránea, con frecuencia en la frontera, en el mismo límite del wilderness crítico, en la periferia una vez más de una civilización cinematográfica donde ni los cartoons de Chuck Jones ni las películas de acción de Walsh, Fuller o Siegel –no más que la interpretación sin pretensiones de Cagney o Wayne–, son tomados en serio por el aficionado ilustrado que sólo sabía pensar en la adecuación de la belleza borderline de las obras ávidas de captar «la inmediatez bruta de la vida, antes de que esta sea embotada por el Arte» (FARBER, 2009: 424). Para Farber se trata, naturalmente, del espacio escarbado de la galería de termitas que, como buen carpintero que es, conoce bien, pero con una manera inimitable de querer a su enemigo más íntimo. La miopía asumida del crítico, su trabajo a ciegas, si se quiere, le preserva de los demasiado frecuentes espejismos de la vista y de las generalidades que implica, desarrollando al mismo tiempo sus otros sentidos (la «oreja fotográfica» (FARBER, 1998: 358) de Patricia, el tacto pictórico de Manny, el gusto de ambos por la reflexión masticada, su alergia a las fragancias embriagadoras de la moda). Se la juegan a las visiones que se aúpan demasiado alto del ensayista elefante blanco, súbitamente aureolado por el Gran Arte, envarado a menudo bajo el sambenito del Gran Escritor, pero siempre prisionero, como Gulliver en Liliput, de las mil redes de la Santa Trinidad de la evaluación, de la interpretación y de la prescripción. 

 

Juntos hasta la muerte (Colorado Territory, Raoul Walsh, 1949)

Juntos hasta la muerte (Colorado Territory, Raoul Walsh, 1949)

 

 

 

 

NOTAS A PIE DE PÁGINA

1 /  Este artículo es un extracto del postfacio publicado por Patrice Rollet en su edición de los textos de Manny Farber en francés: FARBER, Manny (2002). Espace Négatif. París: P.O.L. Agradecemos a la autora el permiso para su publicación.

2 /  à bords perdus, es decir, con sangría o sin margen, haciendo una analogía con el mundo de la edición.

  

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

FARBER, Manny (1998). Negative Space. Manny Farber on the Movies. Expanded Edition. New York. Da Capo Press.

FARBER, Manny (2009). Farber on Film. The Complete Film Writings of Manny Farber. POLITO, Robert (Ed.). New York. The Library of America.